En diciembre de 1958, Adolfo López Mateos, asumió el poder.
El sistema político mexicano se encontraba sólidamente establecido. El país
había logrado un notable crecimiento económico que se reflejaba en un
importante desarrollo industrial. Sin embargo, junto este progreso, el panorama
educativo era desalentador. La explosión demográfica había adquirido
proporciones sorprendentes y el presupuesto del Estado, no obstante, su
considerable incremento, no permitía dar los servicios que la población
requería a la velocidad que ésta se multiplicaba. Ante estas crecientes
exigencias, los esfuerzos de gobernantes y educadores habían quedado rezagados:
el analfabetismo ascendía al 38%, el número de escuelas seguía siendo
insuficiente y cada año, según las estadísticas escolares, cerca de tres
millones de niños en edad escolar quedaban sin escuela.
Desde el
inicio de su gestión, el mandatario advirtió que la educación pública sería una
de las prioridades de su gobierno. El nuevo proyecto educativo buscaba
adecuarse a las necesidades del desarrollo económico del país que demandaba un
número creciente de técnicos y obreros calificados. Por ello, el ampliar las
oportunidades de educación y mejorar la calidad de la enseñanza, se
convirtieron en los pilares del nuevo proyecto educativo.
Jaime Torres
Bodet, quien poco tiempo atrás había dejado la dirección de la UNESCO, fue
llamado nuevamente para ocupar la cartera de Educación. Su gestión anterior,
aunque breve, había dejado una huella importante en la Secretaría de las calles
de Argentina a través de la Campaña Nacional en contra del Analfabetismo, la
creación del Instituto Federal de Capacitación del Magisterio, la publicación
de la Biblioteca Enciclopédica Popular, la creación del CAPCE, comité encargado
de la construcción de escuelas. Sin embargo, según confiesa en sus Memorias,
dadas las condiciones que prevalecían, no era motivo de regocijo el regresar,
en 1958, a una Secretaría de Estado, de la que había podido salir -no sin
ventura- doce años antes. Con mayor
prisa que el presupuesto habían crecido las obligaciones de la Administración.
Se contaban por decenas de centenares los maestros no titulados. La población
había sido más rápida en ofrecer al país nuevas generaciones de párvulos que
los establecimientos docentes en instruir a las nuevas generaciones de
maestros. Además, la inquietante desproporción en la distribución del
presupuesto -el sólo pago de sueldos abarcaba el 72%- constituía un obstáculo
indiscutible para ampliar el sistema educativo y lograr una mejor enseñanza.
El discurso
inaugural no cayó en el vacío y en el mismo mes de diciembre, López Mateos tomó
las primeras medidas. La enseñanza elemental, considerada tradicionalmente como
"base de la democracia" e "instrumento de homogeneización social",
se convirtió en el objetivo central del proyecto López manteísta. El presidente
envió al Congreso una iniciativa de ley para que se formara una comisión mixta
y elaborara no sólo un diagnóstico cuantitativo del problema educativo a nivel
primario sino un plan que pudiera satisfacer, en un tiempo determinado, la
demanda a nivel nacional.
Diez meses
más tarde, en octubre de 1959, la Comisión formada por representantes del Poder
Legislativo y de las secretarías de Educación, Hacienda y Gobernación, así como
por asesores de Industria y Comercio, Banco de México y del Sindicato Nacional
de Trabajadores de la Educación, entregaba el informe a Torres Bodet. Ante la falta de datos recientes, se había
tenido que partir de una base poco confiable: el censo de 1950. Nueve años
habían transcurrido durante los cuales era ostensible el crecimiento de la
población. Se acudió entonces a la Dirección General de Estadística de la
Secretaría de Industria y Comercio para actualizar los datos. Los muestreos
contribuyeron a recabar mayor información. Los resultados del estudio
subrayaron aún más el panorama desolador de la educación nacional. México había
dejado de ser un país predominantemente agrícola; el desarrollo industrial de
los últimos años había desplazado a la agricultura como eje de la estructura
económica del país provocando una creciente demanda de mano de obra calificada,
de técnicos, obreros y profesionistas, que difícilmente podría satisfacerse
mientras el nivel educativo medio de la población adulta apenas llegara a dos
años de escolaridad. Este grave rezago
-señalaba el informe- se debía fundamentalmente a la deserción escolar. Las
cifras referentes a la enseñanza primaria resultaban alarmantes. La inscripción
al primer grado había ido aumentando en forma que no guardaba proporción con
los grados siguientes. Además, el sistema escolar no había podido escapar a los
desequilibrios del modelo de desarrollo. No obstante que la población escolar
total del país se encontraba hacia 1958 distribuida casi por igual entre el medio
rural y el urbano, el progreso se había concentrado en las zonas urbanas
mientras que en las áreas rurales el rezago era cada vez mayor; el 81% de las
escuelas en estas zonas no eran de organización completa y la mayoría de ellas
seguían funcionando como escuelas unitarias a cargo de un sólo maestro que
atendía simultáneamente dos o tres grados. Por ello era alarmante la diferencia
en el rendimiento terminal de la escuela primaria: mientras que en el medio
urbano de cada 1,000 niños que ingresaban al primer grado terminaban sus
estudios 300, en escuelas rurales, sólo 22 obtenían el certificado de educación
primaria.
Los índices de reprobación, principalmente en
las áreas rurales, eran también preocupantes.
Igualmente, inequitativa era la distribución del magisterio. Las
escuelas rurales, no obstante representar el 77% del total de las primarias en
todo el país, tenían asignados al 37% de los maestros. Para finalizar, el informe hacía una severa
advertencia: el nivel educativo medio de la fuerza de trabajo del país hacía
peligrar el ritmo del crecimiento económico que el país requería.
Ante la imposibilidad de formular un plan
general que abarcara todos los ciclos del sistema educativo, se decidió atacar
el problema desde sus inicios. La Comisión presentó una propuesta: el Plan
Nacional de Expansión y Mejoramiento de la Enseñanza Primaria cuyo propósito
era garantizar, en un plazo de once años, la enseñanza elemental a todos los
niños entre los 6 y los 14 años que tuvieran posibilidad efectiva de asistir a
la escuela y no la recibieran por falta de aulas, de grados escolares, de
maestros o por cualquiera otra razón de orden escolar. La realización de este
ambicioso proyecto implicaba dos acciones complementarias: por una parte,
aumentar en todos los rincones del país las oportunidades de inscripción, y por
otra, establecer los grados superiores en aquellos establecimientos que
carecieran de ellos de tal suerte que, en un lapso de once años, pudieran
ofrecerse las instalaciones y servicios necesarios para satisfacer la demanda
real existente en todos los grados escolares. Así, tratando de esquivar los
vaivenes políticos, el Plan de Once Años representó el primer intento en México
por planificar la educación a largo plazo.
Ciertamente
este proyecto no era la solución definitiva a la demanda cuantitativa de la
educación primaria, pero era una determinación realista, aunque también más
difícil de precisar. Algunos datos podían obtenerse con mayor facilidad y
precisión; podía conocerse aproximadamente, por ejemplo, el volumen de la
demanda escolar insatisfecha hasta el momento, pero en cambio se planteaban
otras interrogantes imposibles de concretar cómo eran las demandas futuras: el
probable incremento anual de la población escolar hasta 1970, los coeficientes de
deserción escolar, de repetición de cursos. Tampoco era fácil prever la
reinscripción para determinados ciclos de aquellos alumnos que habían
abandonado las aulas por falta de grados superiores en las escuelas